Escuchar a un hombre de setenta y pico decir, con naturalidad pero el gesto algo torcido, que cómo puede hacer para que de su herencia no le toque nada a su hijo, sobe todo el piso, como mucho que su legítima sea en dinero, que es que se casó con una colombiana de esas y todo lo que le cae en las manos lo derrocha. Escucharle decir que si hace una donación o una compraventa con sus hijas en vida, que no quiere que su piso, cuando él muera en unos años, acabe en manos del banco por el embargo del sueldo y todo eso, que su hijo lo pierde todo. Escucharle sin encontrar afecto en las palabras hacia su hijo, más allá de echarle también la culpa de su situación al banco, porque no se explica cómo a su vástago, guardia de seguridad con un sueldo mínimo, le pudieron dar una hipoteca por veintiséis millones. Y dice que es que antes le daban dinero a cualquiera y, luego, cuando no se puede seguir pagando, nos machacan. Y no le falta razón.
Le digo que me estudiaré su consulta, que le llamaré esta semana. Y me pregunto cuanto habrá llorado este hombre, o cuantas veces se habrá tragado sus palabras y sus lágrimas, antes de decirle con tanta naturalidad a un desconocido, a mí, que su hijo no sirve para nada, que sólo sabe tirar el dinero.
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